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LA AUTOESCUELA EN CASA

SIMPLE APRENDIZAJE

Si tienes carnet de conducir esto te sonará, si aún no lo tienes ya verás como esto te sucederá seguro.

En los semáforos lo pasamos bien, primero porque cuando paramos en alguno generalmente nos quedamos encima del paso de peatones, entonces los peatones que tienen que rodearnos (porque estaría feo saltarnos) nos dedican una mirada asesina y nosotros nos sentimos como un pececillo naranja en su pecera redondita, indefensos, rezando para que pasen de largo y no nos hagan sudar aún más.

Otras veces cuando paramos correctamente el semáforo se pone verde y el alumno no se entera, cuando por fin se da cuenta se le cala, arranca y se vuelve a calar, ¿por qué?, porque ha puesto tercera en vez de primera, y cuando por fin arrancamos el semáforo se vuelve a poner rojo y solo pasamos nosotros. Si pudiera os diría lo que dice el de detrás que le leo los labios por el retrovisor, pero mejor lo dejo a vuestra imaginación…

El primer día que entramos a la autopista, que en el caso de mis alumnos suele ser el segundo día de clase, la cosa se pone interesante.

Lo más probable es que entremos a la endemoniada velocidad de cuarenta kilómetros por hora, mientras el resto de conductores van a ciento veinte como poco, y provoquemos lo que se denomina el acordeón o el trenecito, es decir que quince coches tienen que pegar un frenazo para no estamparse unos con otros, en esto que le digo al alumno:

―mira el espejo.

Normalmente me hacen caso, lo único que se quedan mirando el espejo como hipnotizados  y entonces el coche empieza a ir de un lado a otro como haciéndonos hueco en la discoteca para llegar a la barra.

―acelera un poco, le digo para no morir espachurrado por el camión que viene detrás intentando frenar como los picapiedra,

― ¡si ya estoy acelerando a tope, pero esto no va!

― ¡no, el otro pedal que estás pisando el freno!

Entonces el alumno se acurruca bajo el volante para ver los pedales cual avestruz, mientras el coche se queda a veinte por hora, el camionero grita desesperado ante lo inminente del golpe, pero el coche sigue de lado a lado porque el alumno prefiere visualizar la disposición de los pedales en vez de ver la carretera, “pa lo que hay que ver” pensará alguno.

Cuando por fin conseguimos acelerar y llegar a la nada despreciable velocidad de setenta kilómetros por hora, el alumno me dirá:

―pues no lo he hecho tan mal para ser la primera vez, a lo que yo no contesto, no porque no quiera herir su sensibilidad, que también, sino porque mi corazón va más rápido que el propio coche y no me llega oxígeno al cerebro para articular palabra.

Durante un rato conseguimos ir más o menos rectos, gracias en parte a mi brazo izquierdo que para eso lo tengo, y empiezo a insistir en que mire lo más lejos posible porque así es más fácil ir rectos. Insisto en esto porque los primeros días de conductores si nos pusieran una vaca en el capó no la veríamos, es inherente al ser humano el instinto de supervivencia, por eso miramos cerca al principio, para no ver la muerte venir a setenta kilómetros por hora.

A la hora de aparcar, o estacionar como decimos los nosotros, la cosa suele ser también divertida, vamos circulando y digo:

― ¿ves ese hueco que hay entre el coche rojo y el negro?

―¿qué coche negro?

―es igual, ¿ves ese hueco entre el coche verde y el azul?

―¿el azul clarito?

<<si clarito lo llevamos como te ganes la vida de aparcacoches>>  pienso.

―si ese,

―lo veo, ¿qué quieres que haga?,

―vamos a aprender a estacionar,

―vale ¿qué hago?

―acércate un poco a él, nos ponemos en paralelo y empezamos,

― ¿vale así?,

―hombre sin romperle el retrovisor hubiera estado mejor, pero lo iremos pillando.

Y así es nuestro día a día, divertido cuando menos, no lo cambiaría por nada del mundo.

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