LA AUTOESCUELA EN CASA

Un duro día de trabajo… pero ¡nos vemos pronto!

– Buenas noches profe, se le ve un poco cansado, dijo Andrea con su peculiar acento. – un poquillo, pero no te preocupes que una clase más aguanto…. Venga, arranca que nos vamos… y el coche se puso en marcha.

Trascurridos los cuarenta y cinco minutos, Andrea y Sergio se despidieron – que descanse profe, mañana nos vemos.

– Igualmente – contestó él-, estás mejorando mucho últimamente, ya verás como dentro de poco aprobamos…

– Diga usted que sí… hasta mañana.

Sergio se bajó del asiento del copiloto, para ponerse al volante, y por fin marcharse a casa, había sido un día duro, una semana dura, y las fuerzas ya comenzaban a flaquear.

Se sentó en el puesto del conductor, no sin dificultad, pues el dolor de espalda iba cada vez a peor, y por momentos se volvía casi insoportable.

Arrancó por fin, encendió las luces y puso rumbo a casa, apenas cinco o diez minutos de trayecto. No se veía absolutamente a nadie por la calle, ni coches ni gente paseando, eran ya las once de la noche de un mes de julio, y las calles de Madrid aguardaban desiertas la madrugada.

Una vez enfiló Sierra Toledana, ya solo quedaba girar a la derecha en la Avenida de Moratalaz para llegar a casa.

Todo estaba vacío, y Sergio dudó por un segundo en pasarse el último semáforo que repentinamente se encendió en ámbar un segundo antes de lo necesario.

Frenó finalmente con un gesto de resignación, – dos minutos más, pensó contrariado. Estaba muy cansado, y no veía el momento de entrar por la puerta de casa.

Había sido un mes caótico, y el cansancio de tantas horas dedicadas al trabajo empezaban a hacer mella, y ese maldito dolor de espalda, no podía haber venido en peor momento.

Detenido ante aquel semáforo, ya en rojo, absorto en sus pensamientos, Sergio, con la mirada perdida en el final de aquella ultima calle, sin venir a cuento, esbozó una sonrisa, que casi se convierte en una risa incontrolable.

Miró alrededor, pensando que si alguien le veía pensaría que estaba loco. Y una vez comprobó que nadie le observaba, pero sin poder borrar esa infantil sonrisa de su cara, se preguntó así mismo, – ¿eres feliz?

Antes de contestarse, volvió a ahondar en el motivo que le había hecho sonreír de forma espontanea.  Había ido hacía un par de semanas a pasar un fin de semana con su familia a la playa, y allí estaba él, sentado en la arena, observando cómo sus hijas de cuatro años jugaban a tirarse cubos de agua con su primo Mateo, había bastante gente, pero no les escuchaba ni veía, el cien por cien de su atención estaba exclusivamente, en contemplar la escena, era la felicidad máxima para aquellas niñas que no paraban de jugar y reír.

El semáforo que ya hacía unos segundos permitía el paso, llamó la atención de Sergio y reanudó la marcha sin dejar de pensar en una respuesta para la pregunta que se había formulado, quizás producto del cansancio.

Y tras divagar durante el resto del corto trayecto, pensó que no podía tener una respuesta exacta, pero si le quedó clara una cosa, no se puede saber a ciencia cierta si eres o no eres feliz, pues la felicidad no se posee, pero la tienes delante, solo es cuestión de que puedas verla, y él la vio, la vio perfectamente reflejada en las caras de sus hijas, aquel fantástico día de playa.

Cerró el coche ya aparcado bajó su ventana, y mientras abría el portal, miró tras de sí,  se tomó un segundo, y pensó, volveremos a vernos…

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